El pueblo de la montaña roja


Los hornos de Santa Bárbara


Aquí las chimeneas humean
Aquí la vida se enciende
Aquí se vive de tabique y de ladrillos
Aquí nacen los cimientos de las grandes ciudades


Pedro Díaz G. y Alejandro Almazán

Estos son los hornos de Santa Bárbara: ladrilleras en el municipio de
Ixtapaluca que dan sustento a más de mil familias desde hace 50 años y
que han surtido de material para la construcción al área oriente del
Distrito federal y otros ayuntamientos del estado de México.
Aquí pasan la vida cientos de trabajadores que de sol a sol remueven
la mezcla para dar forma a los tabiques y ladrillos; no paran en su
trajinar, aunque, les han dicho, pronto la tierra del cerro se
acabará. Y se tendrán que ir.
No paran, aunque su físico esté cansado.
No paran, porque tienen que comer.
Y en este pueblo, diríase fantasma, la montaña se vuelve roja cuando
escupe el barro ya cocido.
La vida aquí transcurre lentamente, tan lenta como se va desgastando la tierra.
Pero ahí va.
Tierra.
Todo aquí es tierra.
¨Tierra buena y tierra mala¨, según su densidad.
Para llegar a los hornos de Santa Bárbara es necesario recorrer una
senda polvorosa de 30 kilómetros, una vía de charcos y hoyos profundos
una ruta llena de colectivos azules, traileres, camiones donde al
parecer la modernidad se detuvo… Ese sendero se llama: carretera libre
México-Puebla.
Y ahí, donde una desviación anuncia la llegada a Ixtapaluca, está un
pueblo que parece perderse en el olvido: la zona hornera de Santa
Bárbara.
Un pueblo que no ha sido trazado con la lógica de urbanidad que
conocemos. Ahí no hay calles, sino carriles. No hay edificaciones
permanentes: las casas de quienes han trabajado el ladrillo cambian
tanto como la necesidad de sguir haciendo hoyos en la tierra. Y por lo
mismo son tan informes y por eso no tienen colores. No hay servicios,
el agua la compran en pipas, tanto para la elaboración de tabiques y
ladrillos como para la subsistencia cotidiana. No hay plazas ni
parques. Su vida social se realiza entonces en el único punto
construido, el único que parece limpio, el único que luce con grandes
letras sobre un fondo azul y blanco: la lechería Solidaridad. Ahí se
juntan los habitantes para recibir la leche para sus hijos; por las
tardes, o los fines de semana, para platicar.
No hay postes de luz, pero inexcusablemente el pueblo por las noches
se ilumina. Apenas.
No hay drenaje: la tierra misma se encarga de sustituirlo.
Y algo extraño: no hay música, no se escucha ni el sonido de una
televisión ¨no tenemos tiempo. Cómo, si aquí todo es trabajo…, comenta
una señora que descalza hunde sus pies en la mezcla de barro, arena y
estiércol.
Es un pueblo silencioso.
Y ytampoco hay ley: en las noches, oscuras como pocas, grupos de
pandilleros se reúnen para drogarse sin temor a ser sorpendidos.
¨Sí, jóvenes –dice María Aguilar, dueña de una pequeña tienda, que
carece de simetría, construida con tabiques que han salido del horno
que trabaja su esposo-- aquí en las noches se juntan muchos chavos y
no son de aquí, pero vienen a hacer sus desmanes.
Pueblo que no conoce la justicia.
¨Hay temporadas en que las mismas familias de la zona cierran el paso
a toda persona ajena. Como cuando los antorchas, miembros del grupo
Antorcha Campesina, quisieron apoderarse de estos terrenos y vinieron
a invadir. O como cuando un señor, que nadie nunca supo de dónde
salió, intentó vender parcelas que ni siquiera le pertenecían. Casi lo
matan¨
Pueblo trabajador.
¨Aquí uno gana lo que se propone –dice ahora Jesús González, un
muchacho que parece muy joven pero que asegura haber nacido allá por
el 56--. Y se saca para irla llevando. Es una friega, pero dónde me
iban a pagar los 50 pesos que me gano al día. ¿Dónde? En una empresa,
no. Yo estaba en la camionera Alfa, como laminador, y apenas sacaba
los 120 a la semana. Hasta que me dije, no Jesús, lo tuyo son los
tabiques….¨
Pueblo que contamina.
¨Sí, hay muchas gentes que se quejan de que siempre estamos echando
humo,. Pero creo que es necesario –la palabra es ahora de carlos
Benitez, hombre que ha dejado su vida en la ladrillera, hombre lleno
de anécdotas y hasta leyendas--. Porque si no ya nos hubieran echado
de aquí. En algún lugar se tienen que hacer los ladrillos de
santísimas casas. Además, cuando nosotros llegamos, cuando todavía
había milpas en estos territorios, la ciudad y las casas estaban muy
lejos…¨
Pueblo que está a punto de desaparecer por varias razones.
Razón uno: ¨Cuando se acabe la tierra buena, que ya no tarda mucho,
tendremos que irnos de aquí.
Razón dos: ¨Hay rumores de que el municipio piensa construir en esta
zona una unidad habitacional…¨
Razón tres: Ö cuando los patrones nos digan: se acabó, tienen que
salir de aquí. Y entonces, a sufrir para buscar dónde vivir…¨
Los trabajadores a fuego lento.
Las siete de la mañana en Santa Bárbara.
El ruido de los autos arrecia por la carretera. La gente se desborda
hacia sus lugares de trabajo. El frío cale en estos hoyos que
parecieran cráteres; el frío les anuncia que ya es hora de empezar a
trabajar. Algunos llegan de colonias vecinas.
Como la señora Matilde Rojas, que le ayda a sus hijos a tender la
mezcla, venida de Zoquiapan. Explica:
¨Lo primero que hay que hacer es rascare al banco de tierra, la parte
más al ta del terreno, para luego revolverla con arena que nos traen
los patrones con barro. Se le mueve duro y duro hasta que quede lista
para aplanarla sobre unos moldes como este --y entonces, la señora
Rojas saca de unos tambores una reja de madera que le sirve de molde.
En ella están las figuras de 10 ladrillos de tres centímetros de
espesor. Se le echa el lodo encima y después, con una palita se le va
aplanando hasta que queden bien lisitos. A algunos les gusta dibujar
figuras en cada ladrillo. A mí no.¨
Las doce del día en Santa Bárbara.
El sol arremete en contra de los trabajadores. Han dejado atrás, los
hombres, sus camisetas sudadas. Ellas han guardado los suéteres. Y
apenas han terminado de tender, viene el segundo paso: colocar
uniformemente cada ladrillo hasta que se levante una pared que alcanza
hasta los 20, 25 metros de largo y un metro y medio de altura.
Y mientras un hombre, Jesús González, apila los ladrillos, su hijo
menor de apenas 9 años le ayuda con la mezcla.
Es uno más de los que dan su vida en esta ladrillera cuyos terrenos
pareciera que son de ellos, pero no.
¨Hace muchos años aquí se sembraba maíz… cosas. Pero un día los
campesinos se dieron cuenta de que la tierra era buena para trabajar
los ladrillos y el tabique; poco a poco fue convirtiéndose en lo que
es ahora. Algunos campesinos se transformaron en patrones. Hubo
quienes prefirieron rentar sus hectáreas y entonces llegaron nuevos
patrones. A nosotros nos pagan a destajo, nos dejan trabajar aquí y a
muchos les dan hasta permiso de construir sus casuchas y quedarse a
vivir un rato. Ellos son quienes nos surten del material que se
necesita para hacer la mezcla: agua, arena de río, barro. Y ellos son
los que venden los tabiques. Unos hasta tienen sus camiones para
transportarlos. Y es que sí, aquí, a pie, a pie de horno, el material
tiene un precio. Sube si se le lleva hasta su casa.¨
--Háblanos de cantidades.
--Creo que cada tabique, que es más grueso que el ladrillo, lo venden
en 2.50 Sube uno o dos pesos si se lo llevan a su casa. El ladrillo
cuesta 1.25¨.
--Usted cuánto gana
--Eso depende de cada patrón. A mí me pagan poco: cincuenta nuevos
pesos el millar. Pero a otros, hasta 70¨.
--¿Cuándo están listos los tabiques para entrar al horno?
--No, pues eso depende del de allá arriba del sol, regularmente
esperamos ocho días para que estén cocidos.
Calla un momento Jesús.
Su hijo le dice que ya, que ya terminó de mover la mezcla. Que la vaya
a ver para saber si le hace falta ¨otra vuelta¨. El hunde sus pies en
el lodo y comenta: La mezcla se hace de un día para otro, porque se
debe dejar reposar. Esta, por ejemplo, es la que vamos a usar mañana.
--¿Y vives bien de esto?
--Les digo que es mejor que una empresa. Además yo siempre he pensado.

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